Las flores de lavanda (espliego o alhucema como solía llamarlas mi madre) estuvieron presentes en mi casa natal. Primero porque ella sufría de fuertes migrañas y posteriormente, a partir de mis 6 o 7 años, me sumé a tan doliente experiencia; así que marchaban flores de lavanda multiplicadas por dos. La escena típica por las noches, cuando arreciaban los dolores, era dormir con una almohadilla conteniendo sus perfumadas flores, que actuaban como un bálsamo.
Años más tarde, ante el típico "titilar de un ojo", o contracción involuntaria de uno de los párpados, producto del stress y/o fatiga, tomar una infusión de flores de lavanda, revertían sin más el cuadro.
Hace ya varios años, en la Patagonia he degustado helado de lavanda, y la gastronomía francesa la utiliza no sólo en repostería, sino también como parte de las hierbas aromáticas de la Provence (asociada al romero, ajedrea, tomillo, etc.).
Sin dudas su uso más popular sigue siendo el del rubro perfumería, como aromatizador de ropas y muebles.
Sin embargo, vuelvo a sus propiedades medicinales, que es el definitiva lo que me moviliza a escribir estas líneas.
A lo antes expuesto, cabe destacar:
Sus principios activos descongestionan el hígado y el bazo; también se la recomienda contra las fermentaciones y flatulencias. Con respecto al uso externo, se la utiliza para calmar dolores articulares, artrosis, como antirreumática, o en caso de golpes (compresas, o cataplasmas).
Su aroma trae reminiscencias de mi niñez y juventud. Bálsamo, medicina y esencia que atraviesa mi experiencia en su totalidad y evoca en mi alma una sensación de afinado agradecimiento.
Gracias, Gracias, Gracias amorosa Madre Tierra por el privilegio de contar con este fruto de tus entrañas que nos acompaña a vivir mejor.